Era una lluviosa tarde otoñal. El aire soplaba violentamente sobre los olmos marrones que iban deshaciéndose de sus hojas ya marchitas que caían sobre la calle. Los charcos aparecían y crecían agigantándose junto a los bordillos de las aceras. Pronto los coches rodarían sobre ellos salpicando a los viandantes. Víctor contemplaba su reflejo impasible en un charco en medio de la calle. No portaba paraguas ni llevaba chubasquero y la gente lo miraba extraño. Quieto, inmóvil, con los ojos agachados y la silueta empapada por la lluvia, no hacía nada por evitar calarse hasta los huesos. La gente comenzó a juzgarlo de loco y tarado por su actitud sin saber el origen de la misma. Lo que no sabían es que tal día como ese hacía cinco años que había fallecido su esposa y desde entonces Víctor cuidaba de la casa y mantenía a sus hijos sólo. Ejemplo de padre. Aquel día triste y plomizo en el que los niños estaban de excursión con el colegio, en el reflejo del charco vio su corazón vacío pues al llegar a casa no habría nadie y era un día muy marcado para él. Emprendió lloroso el regreso a casa. Las gotas de lluvia le caían por la cara y el pelo empapado le chorreaba. Comenzó a pensar que al fin y al cabo sus hijos crecían felices y una compañera de trabajo parecía estar interesada en él. Un esbozo de sonrisa mezclada entre la nostalgia y la ilusión por el futuro asomó a su cara. No todo serían tormentas ese otoño. Recordó la frase que le decía su madre los días que de pequeño estaba triste: Para que salga el arco iris hace falta que antes llueva.
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