Fabio era el más afamado bodeguero de la comarca. Nadie sabía de vinos y licores como él. Dominaba los caldos vitivinícolas a la perfección y tenía un paladar hecho a base de la aspereza de los tintos y la graduación de los blancos. Pero había una botella que jamás había abierto. Malas experiencias con esa cosecha hicieron que pareciera olvidada en lo más profundo de la bodega. Y no es porque fuera de mala reserva o estuviera todavía en fase de crianza, era porque a Fabio le daba miedo abrirla y no lo reconocía. Se escondía de sus sentimientos y su personalidad iba tornando en un ser uraño, antipático y déspota alejado de la vid del amor. Aquella era una botella con su máxima esencia, una botella que descubriría su interior, una botella que mostraría al verdadero Fabio sin tapujos al exterior y que, una vez abierta, no podría cerrarse de nuevo o, al menos, no de la misma manera. Nuestro bodeguero, oculto tras su blanca bata y entre los toneles y cubas de su negocio, sabía que aquella botella que acumulaba polvo sobre el vidrio debería ser abierta antes o después. Creía firmemente que algún cliente sería quien la descorchase y descubriera al mundo al mismo Fabio que cuando era niño jugaba con su abuelo en las cuevas de la bodega. Aquello le aterraba, lo hacía verse débil e indefenso por mostrar sus sentimientos y, a la vez, le hacía irse dando cuenta que esa botella era tan suya, tan personal, tan de su cosecha, que debería ser él quien la abriese, antes o después. Era conocedor de su contenido y recordaba haber pisado aquellas uvas de la mano de su padre. Pero a Fabio le daba miedo. No quería amar otra vez. Temía demasiado al jugo de esas viñas.
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