lunes, 31 de enero de 2022

CONFINADOS

Que levante la mano quien lo hubiera imaginado alguna vez. ¡Venga! Una pandemia mundial nos estaba acechando desde aquella Navidad de 2019 que dio paso a un año inolvidable. Para mal. ¿Cuántas mesas familiares se juntaron por última vez aquella Nochevieja? Si tú que me lees estabas en una de ellas, entre tus seres queridos que ya no verás de nuevo, va por ti este retazo en forma de brindis con amargo sentimiento. ¿Cuántos nietos nacieron ya sin sus abuelos? ¿Cuántas personas murieron? ¿Y cuántas se construyeron? Y mientras tanto los que hoy seguimos estuvimos confinados bajo un techo. ¿Cuánta gente fuera de su hogar todo lo habría dado por tener el resguardo propio en el que nos sentimos encerrados? Si tú que me lees eras uno de ellos, encuentra en estas líneas un refugio con amargo sentimiento. ¿Cuántos planes se frustraron? ¿Cuántas bodas se aplazaron? ¿Cuántos negocios quebraron? ¿Cuántos cumpleaños fueron a través de videollamadas y mensajes sin siquiera poder vernos? Nos robaron lo más preciado: los abrazos y los besos. Una horrible lucha entre la salud y el dinero y encima sin el amor de un cálido reencuentro. Si tú que me lees fuiste uno de ellos y te agita esto por dentro y soplaste imaginarias velas en tu solitario encierro pero sigues teniendo abuelos, sigues teniendo techo y te queda sentimiento, son para ti estas líneas, mi cariño, un abrazo y este beso.


martes, 18 de enero de 2022

LA REVOLUCIÓN DE LAS GRANDES COSAS

Calíope tenía los ojos del color del cobre. Más rojizos que marrones cuando le daba el sol de soslayo y más oscuros que claros cuando paseaba por el monte una mañana de niebla. Heráclito se fijaba en esos detalles, esas azarosas cuestiones cotidianas que son la más pura vida. Y pensaba que eran pequeñas cosas que alegraban el alma. Ambos se conocieron de casualidad por esos caminos del destino que ya se usaban en la antigua Grecia como vía mercatera. Les gustaba vivir el día a día y filosofar en común acerca de cualquier asunto. Un día Heráclito contó a Calíope su teoría de las pequeñas cosas y que era feliz con algo tan banal y maravilloso, al mismo tiempo, como caminar en otoño sobre las hojas secas, hacer eternos los segundos que dura un abrazo o ver el mar estrellarse contras las rocas generando salina y blanca espuma. Cosas, tal vez, que como están al alcance de la mano de cualquiera no se las valora como deben. Pequeñas cosas que pueden alegrar a una persona en cualquier momento. Calíope, mientras escuchaba, frunció un poquito el ceño, apretó los labios en gesto de concentración y escudriñó la mirada. No la vi, pero la imagino. Y dijo a Heráclito que esas cosas no son pequeñas. Al revés. Son grandes cosas y, simplemente, el ser consciente de que existen y saberlas disfrutar ya es algo enorme. La charla fue, cuanto menos, revolucionaria. Cambió la forma de mirar. La de Heráclito. La de Calíope siguió siendo la misma bajo sus ojos del color del cobre. Atinó ella en llamar a esa forma de entendimiento, bajo el prisma interior y filosófico del conocimiento, "La Revolución de las Grandes Cosas". Y desde ese día Heráclito disfrutó aún más sus pequeñas cosas ya convertidas en grandes. Juntos disfrutaron de un gran cosa, sencilla, cotidiana, incluso banal quizás, algo tan simple, pero tan bello a la vez, como puede ser el cielo irisado en un amanecer de Bilbao.