miércoles, 29 de julio de 2020

AINHOA Y BERTA

Nunca vi mejor conjunción en la sonrisa que la que ambas formaban juntas. Eran el perfecto fiel de la balanza para acometer cualquier empresa y que siempre se alcanzase el equilibrio. Cuando la una estaba triste, la otra compensaba con alegría. Cuando la otra estaba lejos, la una garantizaba cercanía. Ainhoa y Berta eran íntimas amigas y me gustaba verlas felices y seguirlas en sus redes sociales. Terminaba alegre viendo sus publicaciones. Lo pasaban genial juntas, nunca faltaban planes entre ellas y compartían infinidad de vivencias. Se complementaban hasta tal punto que una lágrima de Berta servía para hacer más limpia una risa de Ainhoa. Transmitían, seguramente sin saberlo, la más perfecta y entrañable definición de amistad. Aún viviendo casi juntas cada una pertenecía a un municipio y cada uno de ellos a una provincia de una autonomía diferente. Curioso pero real. Tan cercanas y tan lejanas. Sin embargo, su unión era tan palpable que no había nunca separación entre ellas dos y, me atrevería a decir que, sus pensamientos estaban ligados de modo tal que con mirarse y sin necesidad de palabras o con oírse y sin necesidad de miradas, sabían a la perfección el estado de ánimo de una y otra y lo que necesitaban mutuamente en ese momento las dos. Ainhoa era la prudencia, la sensatez, la cordura y el sosiego. Berta era el descaro, el ímpetu, la locura y el huracán. Juntas eran la mezcla precisa y concisa. Siempre cercanas, entremezcladas sí y a la vez manteniendo sus esencias. Entrañables, mágicas, amigas.

martes, 21 de julio de 2020

A MIS CINCUENTA Y DIEZ

A mis cincuenta y diez, sesenta dicen que aparento, he vuelto a tener mariposas en el estómago. Cuando una mortal enfermedad se llevó de mi lado a Amalia no pensé que volvería a sentir vivo mi corazón. Todo el mundo decía que el tiempo todo lo cura y terminé aborreciendo la frase y a todo aquel que me la decía. De hecho, ni siquiera sabía el tiempo que me quedaría a mí por vivir en ese sin vivir en el que se había convertido mi vida. Fueron transcurriendo los lustros entre Navidades llenas de lágrimas y propósitos de año nuevo y mi corazón, cerrado por derribo, maltrecho y ajado, se limitó a seguir latiendo por inercia. Y sin ser consciente de ello el tiempo fue pasando y Amalia ya llevaba casi dos décadas brillando entre las estrellas. Si algo tenía presente era su recuerdo, si bien el dolor se iba mitigando. Quizá fuese por acostumbrarme forzosamente o quizá porque aquellos que decían lo del tiempo tuvieran razón.
A mi vecina Paqui le pasaba algo similar. Eduardo, su marido, murió en un trágico accidente. Llevaba años sin verla sonreír. Sólo lo hacía cuando la visitaban sus nietos y les daba las rosquillas que había hecho para ellos, pero eso ocurría pocas veces porque su único hijo residía fuera, a bastantes kilómetros. Ambos nos entendíamos con mirarnos puesto que los dos sabíamos del dolor que conllevaba la pérdida. La empatía era mutua. Es más, de tanto hablar con la mirada, un día revolotearon de nuevo mariposas en mi vientre. Y creo que en el suyo también. En la tierra se dibujaron sentimientos y en el cielo brillaron dos sonrisas. ¡Qué cosas! A mis cincuenta y diez, sesenta dicen que aparento.


miércoles, 8 de julio de 2020

LO ÍNFIMO

No sé si es un sueño, una teoría o una leyenda. Cuentan que una vez la Madre Tierra se enfadó con su hijo el Hombre. Ella le había dado todo y él se dedicaba a no cuidarla y respetarla. Se creía poderoso, gran dominador de la tierra, el mar y el viento, señor de castillos y doncellas, de grandes construcciones y de torres con princesas en lo alto, dueño de cultivos, huertas y parcelas robadas al monte sin reparo, propietario de los bosques que aniquilaba para poner en ellos hormigón y piscinas artificiales, usufructuario sin límite legal que vertía sus miserias contaminantes a los arroyos, ríos y lagos causando desastres en el mar. Alguna vez la Madre Tierra dio señales de enfado y recuperó lo que era suyo. La vida al final siempre se abre paso, pero el Hombre, convencido de su poder, con grandes máquinas y armatostes siguió su guerra contra sus propias raíces, contra su más íntimo origen, contra su propia génesis. Aguardaba que si alguna vez llegaba un enemigo sería grande, corpulento, visible en la distancia, fácil de localizar, dominar y derrotar. El Hombre creía que todo lo podía y la Madre Tierra estaba cansada de sufrir. Y ocurrió como ocurrió la vida. Avanzó en silencio, invisible, sin detención y logró su cometido. Algo tan ínfimo en tamaño como un virus puso en jaque toda la inmensa jerarquía del Hombre. No se puede morder constantemente la mano de quien te da de comer por creerte superior y no tenerle el respeto que merece. Lo ínfimo puede derrotar a lo supremo como un eterno David que siempre vence a Goliat.