martes, 21 de julio de 2020

A MIS CINCUENTA Y DIEZ

A mis cincuenta y diez, sesenta dicen que aparento, he vuelto a tener mariposas en el estómago. Cuando una mortal enfermedad se llevó de mi lado a Amalia no pensé que volvería a sentir vivo mi corazón. Todo el mundo decía que el tiempo todo lo cura y terminé aborreciendo la frase y a todo aquel que me la decía. De hecho, ni siquiera sabía el tiempo que me quedaría a mí por vivir en ese sin vivir en el que se había convertido mi vida. Fueron transcurriendo los lustros entre Navidades llenas de lágrimas y propósitos de año nuevo y mi corazón, cerrado por derribo, maltrecho y ajado, se limitó a seguir latiendo por inercia. Y sin ser consciente de ello el tiempo fue pasando y Amalia ya llevaba casi dos décadas brillando entre las estrellas. Si algo tenía presente era su recuerdo, si bien el dolor se iba mitigando. Quizá fuese por acostumbrarme forzosamente o quizá porque aquellos que decían lo del tiempo tuvieran razón.
A mi vecina Paqui le pasaba algo similar. Eduardo, su marido, murió en un trágico accidente. Llevaba años sin verla sonreír. Sólo lo hacía cuando la visitaban sus nietos y les daba las rosquillas que había hecho para ellos, pero eso ocurría pocas veces porque su único hijo residía fuera, a bastantes kilómetros. Ambos nos entendíamos con mirarnos puesto que los dos sabíamos del dolor que conllevaba la pérdida. La empatía era mutua. Es más, de tanto hablar con la mirada, un día revolotearon de nuevo mariposas en mi vientre. Y creo que en el suyo también. En la tierra se dibujaron sentimientos y en el cielo brillaron dos sonrisas. ¡Qué cosas! A mis cincuenta y diez, sesenta dicen que aparento.


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