miércoles, 28 de septiembre de 2016

ABUELA CARMEN

Desde bien niño me enredaba en tu falda y te pedía los caprichos que en mi casa no me daban o te mandaba a los recados que a mí mismo me daba vergüenza hacer. No sabía ni decir abuela y lo más parecido que atinaba a decir con lengüecilla de medio trapo era Lela.  -Lela, cómprame una careta de pirata. -¡Pero si estamos en Agosto! -Es que mamá no quiere... Y el niño lucía orgulloso su careta por la calle mientras su inocente cara se escondía sudorosa bajo aquella máscara de plástico que su abuela le había comprado buscando de tienda en tienda en pleno verano. -Lela, ¿me traes unas tablas de la carpintería para hacerme una ballesta? -Anda, ¿por qué no vas tú a por ellas? -Es que me da vergüenza... Y el niño se fabricaba un juguete casero con las tablas que su abuela le traía. -Lela quiero un helado. -¡Este niño! Si estamos en Febrero... -Ya, pero yo lo quiero... Y el niño se comía tan feliz el helado que su abuela le compraba. Y así pasaron los años y el niño creció. Y no fui ni el nieto mayor, ni el nieto menor. Fui simplemente el nieto. El que de todos ellos siempre estuvo con la Lela. El que creció a su lado viendo las Fiestas de la Pandorga, el Mercadillo de la Plaza de Toros y la Feria en el Parque de Gasset. Quien siguió creciendo a su vera y le hacía las chapuzas de casa, le ponía en hora el reloj y le hacía gachas para comer. Quien a su Lela la montaba en el coche y la llevaba al campo o le instalaba un teléfono en casa aunque para ello rompiera media pared. Era su nieto y ella mi abuela. Mi Lela. Mi abuela Carmen.


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