martes, 17 de febrero de 2015

DESTACANDO

Había una vez un jardinero muy anciano y muy sabio. No se sabía si se hizo anciano siendo sabio o si se hizo sabio siendo anciano, pero era el único en la faz de la tierra que conocía los sentimientos de todas las flores del planeta. Cultivaba hermosas plantas de colores y dominaba los secretos de la clorofila aromática y medicinal que generaban sus macetas. Tenía grandes jardines impolutos en los que no había malas hierbas pues para él ninguna hierba era mala sino mal adaptada en su conjunto. Él sabía reconducir toda hierba a la armonía y que formase parte de un todo en el que ninguna pieza destacase por encima de las demás. Era un genio en el arte del germinado, plantado, trasplantado, abonado y cultivado. Único en el mundo en sus conocimientos sobre plantas y flores. De hecho el sabio anciano pensaba que el alma de las plantas era eterno, como el amor que él tenía a su fallecida esposa quien le enseñó todo lo que él sabía de jardinería.
Sólo había una semilla que se negaba a germinar en su presencia y que nuestro sabio jardinero nunca supo cultivar. Cansado de intentarlo guardó las dos últimas semillas de esa planta y dispuso en testamento que el día que él faltase se enterrase una de esas semillas junto a su mujer y la otra junto a él. Continuó cultivando felizmente todo tipo de flores y se olvidó de aquellas dos semillas...
El día que el buen anciano abandonó este mundo terrenal fue enterrado junto a su esposa y con ellos las dos semillas guardadas, tal cual él hubo querido. Florecieron mil plantas en su honor. Pero hubo dos semillas que nunca antes habían germinado y ese día florecieron y sí destacaron entre las demás. Se alzaron dichosos el jardinero y su mujer en emblema de alma floral, juntos en amor a la eternidad.



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