martes, 14 de abril de 2015

EL RELOJ

Días antes de que naciera el abuelo le regalaron un reloj a sus padres. Era un reloj de cuco y lucía majestuoso en el salón de la humilde casa, junto a la chimenea y el rincón donde el bisabuelo recordaba los tiempos de guerra. Aquel reloj lo vio nacer y marcó cada segundo, cada minuto y cada hora de su vida. El abuelo lo recordaba de niño dando las campanadas de Nochevieja cuando todavía no había televisión. Lo recordaba dar tres sonoras campanadas cuando salía la procesión del Silencio en la  madrugada del Jueves Santo y sonaban las cadenas por las calles. Lo recordaba dar una solitaria campanada que anunciaba la hora del vermú los Domingos. Entre mil relojes podría reconocer el clack clack de su segundero. El abuelo creció y vivió al ritmo de aquel reloj. Y cuando el abuelo se marchitó y su vida continuó por otros lares, el reloj siguió impasible marcando el tiempo. Era como si el instrumento que marcaba el tiempo fuese inmune al propio tiempo. Como si los años no pasasen por él y continuase abriendo fielmente la caseta de su cuco cada vez que era una hora en punto. Pasó el reloj de generación en generación. Si el mismo pudiera hablar diría a los que vio nacer y a los que vio morir. Seguía con su incesante avance de las tres agujas, segundo a segundo, minuto a minuto, hora a hora. Y al igual que aquel reloj debe ser el legado del hombre con el tiempo: que sus obras perduren más que su vida.

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