viernes, 8 de mayo de 2020

LA CHICA DE LA VENTANA

Alba tendría veintitantos años. Se pasaba la vida mirando por una ventana hora tras hora. Nadie sabía hacia dónde ni qué buscaba. Sus ojos se ocultaban tras unas grandes gafas de sol, lo que hacía aún más llamativa su estampa para los transeúntes habituales. La gente del barrio se había acostumbrado a verla así día tras día y, aún con esas, no faltaba alguien que la interrogase sobre su afán de observar y la denominase chismosa. Ella parecía no molestarse y seguía fiel a su cita. La ventana era su pasión y a decir verdad debía conocer al dedillo todo lo que desde la misma se otease, ya que pasaba horas y horas mirando desde ella. Alba era así, incombustible, amante del mundo y de disfrutar tras sus gafas de sol asomada a la ventana. Reconozco que hasta que te acostumbrabas a verla fuese la hora que fuese era algo extraño. Y personalmente me resultaba curioso porque oía a la gente emitir juicios de todo tipo sobre ella.
Un día en el turno de reparto me tocó llevar un paquete en su casa. La empresa de transportes en la que trabajo me dio la dirección y el jefe me dijo "donde la chica rara de la ventana". No pude evitarlo y, tras entregar la mercancía, le pregunté a quien me abrió la puerta por Alba. Era su padre. Sonrió ante mi curiosidad y me dijo que si yo también creía que era una cotilla empedernida o que estaba loca. Me encogí de hombros y le dije que era nuevo en el barrio y no lo sabía. Y entonces lo supe. Alba era ciega y sorda de nacimiento. Amaba notar el aire fresco en su cara y soñar con colores y sonidos. Y sólo desde su ventana lo lograba.


No hay comentarios:

Publicar un comentario